Editorial

Cuando pisamos las calles

EDITORIAL

     

El necesario camino que lleva a la democracia discurre por sendas demasiado sinuosas en las que habitan seres que jamás han apostado por una auténtica justicia social.

Sus voces, sin embargo, son capaces de desviar a cientos, miles y millones de personas hacia la utópica urbe de grandes y hermosas avenidas, donde niños y ancianos se mueven libremente, seguros y felices con los bolsillos llenos, sabedores de que en cada esquina encontrarán un nuevo producto con el que satisfacer su derecho a consumir.

Los salvadores, los nuevos y los viejos, que apelan al legítimo deseo de los ciudadanos por alcanzar un mínimo bienestar, aprovechan cualquier excusa para elevar la desconfianza, el miedo y el odio al otro, a todo aquel que se interponga en sus sueños de ser feliz, de salir de ese pozo de marginalidad.

Lo curioso es que junto a ellos, en ese deseo, aparecen los que todo lo tienen, los que jamás pisarán los servicios sociales porque para ellos, la ley del más fuerte, del individualismo más exarcebado, el que está abajo es porque quiere, porque no se esfuerza, porque es un vago, un delincuente, un parásito de un estado que, paradojas de su discurso, debería desaparecer.

Esa es la democracia que se dibuja muy lejos de los barrios. Y esa es la democracia que venden sistemáticamente desde los altares de los medios, con un protagonismo garantizado, que les permite tener portadas sin esfuerzo alguno. No dicen nada, no hay noticia alguna, sólo el afán por acaparar la visión del mundo, del país de las ciudades y de las calles.

Pero aún así, la agenda informativa es de ellos, los titulares son de ellos, las páginas, las fotografías y hasta el debate de las viejas y nuevas barras del bar. Pero la realidad está en las calles, muy lejos de las redacciones, y más lejos aún de las instituciones, alejadas de un drama que condena a esos millones, miles y cientos de personas a una marginalidad real, indiscutiblemente vinculada a una marginalidad mediática.

Abrir el periódico o adentrarse a los informativos de cualquier medio es un espejismo de lo que hoy sucede, con la obvia complicidad de esos medios y profesionales que voluntariamente, o siguiendo unas pautas que interiorizadas, consideran que los más relevantes tienen nombres y apellidos (y cargos), a los que hay que tratar con respeto, aunque eso implique ofrecer propaganda y publicidad con apariencia de información.

El resto, anónimos, quizás alcanzarán su hueco algún día, con nombre de pila, pero será en las páginas de sucesos o, en el mejor de los casos, hartos ya de tanta desidia, en un la sección local, y levantando la voz, con música o sin ella, con el riesgo de ser radicalizados, pero con la esperanza de que sus calles sean ese bonito lugar que alguien les había prometido.

Sólo saliendo de las redacciones aparecerá un mundo que, para existir, no necesita ruedas de prensa, ni comunicados ni desayunos informativos. Un mundo repleto de calles donde transita la democracia, en la máxima reclamación del derecho a existir, que pasa por el derecho a ser información.

Es la máxima que aún persiste: lo que no es noticia, lo que no sale en los medios, no existe.
Y si no existe, no recibe presupuestos ni inversiones, y eso, en clave sanitaria o educativa, son centros de salud o colegios que garanticen un futuro con las mismas oportunidades para todos los habitantes.

En esas calles debe estar el periodismo, retratando los anónimos protagonistas con los que nadie cuenta, pero no siguiendo la comitiva de turno, en sus esporádicas inauguraciones de lo que se vende como un privilegio, un logro, un mérito electoral, y no lo que debería ser, lo que les pertenece, un derecho.

Solo así, cuando pisamos esas calles sinuosas, las mismas que conducen a la democracia, es cuando hacemos periodismo.

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