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300 llamadas

 

Por Janire Alfaya

     

Esa mañana, la policía le había pedido que fuese a comisaría porque tenía que hablar con ella. En su lugar, decidió ir a trabajar por miedo a perder su puesto. Ese mismo día, Carlota (nombre ficticio) salió del trabajo antes de lo normal, y cuando se alejaba vio a su jefe asomado a una ventana mirándola.

A partir de ese momento el móvil no paró de sonar. En todas las llamadas se repetía el mismo mensaje: un golpe seco y rítmico. “Un año antes empieza mi calvario”. Carlota recibía llamadas de número oculto a diario, a cualquier hora, en su teléfono móvil o en el de su casa.

Al otro lado se escuchaban jadeos, música romántica, toques sobre una superficie e, incluso, las grabaciones de lo que ella o sus familiares y amigos contestaban cuando descolgaban –cuando recibía este tipo de llamadas y estaba acompañada, Carlota solía pasar el teléfono a los que estaban con ella-.

Muchas veces era su madre quien, de madrugada, contestaba a las llamadas. En un mes se llegaron a contabilizar 300. Carlota llevaba 14 años trabajando en una clínica dental, los últimos cinco sin compañeros, sola con su jefe y con su esposa, quien ocupaba la recepción.

Asegura que “laboralmente era un desastre” ya que tenía un contrato de cinco horas, pero en realidad trabajaba todo el día. No tenía horario de entrada ni de salida, en cualquier momento podían avisarle de que en media hora debía presentarse en la consulta, y así lo hacían.

Tal y como relata, el trato que mantenía con la esposa estaba muy lejos del ideal. “No me saludaba, y cuando se me caía un bote, o algo, venía corriendo hacia a mí y me gritaba muy enfadada: ‘¿qué has hecho?’, mientras apretaba los puños”.

Carlota cuenta que en esas ocasiones su jefe tomaba la misma postura: “delante de ella yo era una mierda, pero cuando su mujer se iba era más cariñoso , más atento”. Las faltas de respeto y las humillaciones iban más allá, con mensajes escritos en las fichas de los pacientes: “Carlota es una puta”. Cuando pedía explicaciones, su jefe recurría a la misma respuesta: “tienes la puerta abierta, pero yo no te voy a despedir”.

Carlota asevera que él no quería pagarle la liquidación, y ella no podía quedarse sin trabajo. Además, cuando preguntaba por sus vacaciones o por sus derechos laborales, siempre recibía excusas: “me decía que tenía cáncer o que un familiar suyo estaba enfermo y se iba a morir”.

Mientras sufría este acoso en la clínica, fuera, Carlota seguía recibiendo las mismas llamadas. Tras un año acosada al teléfono, decidió acudir a la policía. La respuesta que recibió por parte de uno de los agentes fue una negativa a recoger la denuncia: “lo que tienes que hacer es cambiar los números de teléfono o desconectarlos por la noche».

Por ello, presentó la denuncia en el juzgado de guardia, donde le garantizaron que tenía “motivos suficientes” para iniciar un curso judicial. Las primeras preguntas de los agentes, una vez aceptada la denuncia, apuntaron hacia el entorno conocido de Carlota, incidiendo especialmente en sus exparejas.

Pero ella estaba convencida de que ese no era su caso. Momentos después le fue requerido un listado de teléfonos de personas de las que podía sospechar. Entre ellas se encontraba su jefe. Pasaron varias semanas hasta que un día, ese día, la policía la llamó para que fuese a la delegación.

La mañana siguiente se presentó en comisaría. Carlota relata ese momento como uno de los peores de su vida: “se me cayó el mundo a los pies”. Eso fue lo que sintió cuando un agente abrió un dosier: “todos los números que ves marcados son los que te han estado llamando”. Pertenecían a su jefe, a su esposa, a la consulta, al teléfono de la casa familiar y al móvil del hijo.

“Tuve un ataque de ansiedad, te lo juro que solo pensaba en mi trabajo y en mi madre”. Según Carlota, lo peor llegó cuando la policía le recomendó que fuese a la clínica ya que temían que perdiese sus derechos laborales: “vas a tener que ir y hacer como si nada”.

Orden de alejamiento interpuesta al jefe de Carlota | Documento cedido

Cuatro días fueron los que Carlota tuvo que ir a trabajar sabiendo que su jefe era la persona que llevaba un año acosándola. Cuatro días que para ella significaron un auténtico infierno. Explica que “no podía más” y que por eso fue al médico, quien le dio la baja. La semana siguiente la policía fue a detener a su jefe, que se negó a declarar.

Automáticamente le fue interpuesta una orden de alejamiento. Es entonces cuando Carlota comenzó a prepararse para afrontar el transcurso judicial que le esperaba, pero, lejos de lo que podía esperar, lo que ella denomina “mi calvario”, aún no ha terminado.

La primera opción que tomó fue ir a un sindicato para que le asesoraran y representaran en las comparecencias: “fue lo peor que hice. A  dos semanas del pleito laboral mi abogada me
dijo que mi jefe tenía ‘un gran equipo de letrados’ y que veía muy difícil ganar”.

Fue entonces cuando, aconsejada por una amiga, acudió a un abogado particular. Incluso narra que llegó a enterarse de que el juzgado había archivado su causa antes de la celebración del juicio (sin tener en cuenta su postura) porque la Fiscalía estaba realizando negociaciones con la parte acusada.

Fue su actual abogado quien logró reabrir el proceso y con quien ganó el trámite laboral. Pero Carlota todavía se encuentra pendiente del procedimiento penal. En este sentido, ha renunciado a una parte compensatoria que fue propuesta por la defensa del acusado y que evitaría la ejecución del juicio.

En otras palabras, dinero a cambio de retirar la denuncia. Afirma que quiere dejar claro que “a mí me jodió la vida. Este hombre sigue trabajando con chicas, y lo que me ha hecho a mí se lo puede hacer a ellas”.

Sin embargo, esta decisión ha supuesto que muchas personas la cuestionen y piensen que si pretende avanzar en el procedimiento es “por dinero”.

No se trata de la única barrera con la que se ha encontrado para poder cerrar este capítulo. Carlota destaca las innumerables veces que la gente le ha preguntado si “ha tenido algo con él” o lamentado su futuro profesional, el de él: “se le va a truncar la carrera…”.

Además, confiesa el malestar que ha sentido al encontrarse con algunos de sus conocidos y escuchar sus comentarios: “me han dicho que ya no estás en la consulta por problemas mentales” o “me contaron que te habían echado por robar”. Un sinfín de cuestionamientos le llevan a pensar que, en estos casos, las víctimas son tomadas como las culpables.

“Fui yo quien perdí mi trabajo, y es a mí a la que la policía ha sugerido que no pase cerca de la clínica para no encontrarme con él”. Incluso, aclara que, dado que su casa y la consulta se encuentran a poca distancia, tiene que bordear su propia calle para no verle.

Carlota ha sido, pese a los estigmas e impugnaciones sociales, una víctima del acoso. Garantiza que tiene que tomar pastillas para dormir, para comer, para poder digerir todo lo que ha pasado: “noto que los días se me vienen encima, me noto frustrada”. No obstante, agradece la presencia y ayuda de su médico de cabecera en todo este transcurso: “ella ha sido mi mejor psicóloga”.


También reconoce que llegó a “sentir vergüenza” y que lidia con la soledad a diario. Ahora, tras más de un año sin trabajar, afirma que quiere volver a ocupar un puesto, aunque teme que no sea dentro de su ámbito profesional porque “él conoce a mucha gente”. Carlota es, sobre todo, una mujer que quiere recuperar su vida. 

 

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