Protagonistas

Canarias. Recuperación desigual, discurso empobrecedor

David Padrón | Profesor de economía de la Universidad de La Laguna e investigador del Centro de Estudios de Desigualdad Social y Gobernanza (CEDESOG)

*Entrevista publicada en 2019*

Desde el segundo o tercer trimestre del año 2013, dependiendo de la variable considerada, la economía canaria ha retornado a la senda del crecimiento y la reactivación del empleo. La recuperación macroeconómica, fiel a la lógica del ciclo capitalista, ha llegado a las Islas cuan bálsamo de Fierabrás, tentando a algunos a obviar los numerosos desequilibrios estructurales pendientes de ser atendidos.

Esta euforia alcista no ha llegado aún a los estratos más débiles de la sociedad canaria. Si, tal y como afirma Joseph E. Stiglitz en su libro `La gran brecha. Qué hacer con sociedades desiguales´, “la verdadera medida del comportamiento de una economía la da la situación de una familia típica”, quizá sea un poco pronto para lanzar las campanas al vuelo.

Entre los principales talones de Aquiles del sistema socioeconómico canario figuran el elevado grado de desigualdad distributiva y de oportunidades, la alta incidencia de la pobreza relativa, y la limitada movilidad intergeneracional.

Los informes: Desigualdad, pobreza y exclusión social en Canarias. Análisis de su incidencia y distribución entre la población canaria (publicado en 2017) y Desigualdad de oportunidades y movilidad intergeneracional en Canarias  (publicado en 2018), no dejan pie a la duda.


Los investigadores sociales, también los economistas, estamos acostumbrados a que en torno a cualquier acontecimiento o problema social surjan interpretaciones alternativas. Por eso no nos han extrañado las diferentes lecturas que la publicación de sendos informes ha generado, algunas cargadas de una enorme creatividad.

Lo que los investigadores no esperábamos es el negacionismo de algunos, aún menos cuando los que tratan de edulcorar la dimensión del problema en Canarias ocupan puestos de responsabilidad pública.

Por este motivo, he desechado, por considerarla infructífera, la idea de dedicar esta entrada al análisis de las principales estadísticas e informes disponibles sobre esta problemática en el Archipiélago.

En su lugar, y a modo de terapia para canalizar este sentimiento de frustración que me embarga, he optado por compartir con los lectores algunas inquietudes y reflexiones que, al menos a mí, me han servido para ir desentrañando la naturaleza y alcance de esta problemática.

Educar en ideales igualitarios y justicia social 

En nuestras sociedades contractuales, basadas en el intercambio y el juego de la reciprocidad, los pobres y, en general, las personas situadas en los estratos más bajos y vulnerables, al considerarse que nada tienen que ofrecer, tienden a ser excluidos e invisibilizados.

Tal y como señala la filósofa española Adela Cortina en su libro `Aporofobia, el rechazo al pobre´, esta actitud ha sido incorporada a nuestro cerebro evolutivamente, y su superación reclama, en primer lugar, de una educación en el ámbito familiar y escolar, en los medios de comunicación, y, en general, en el conjunto de los medios públicos, que nos reoriente hacia los ideales igualitarios.

Instituciones y organizaciones alineadas con un orden social justo

Según la profesora Cortina, también es imprescindible dotarnos de instituciones y organizaciones que caminen en esa dirección. Instituciones y organizaciones “educan con su sola existencia y actuación, influyen en la conformación del cerebro y del carácter personal y social”.

Por su extensión y notable incidencia, las instituciones y organizaciones de naturaleza económica se antojan fundamentales. Urge atacar de raíz las grandes inequidades en la distribución primaria o de mercado de la renta (medidas predistributivas), a la vez que restablecemos la progresividad impositiva y reforzamos las políticas sociales propias de nuestro maltrecho Estado del Bienestar (políticas redistributivas).

Resulta difícil sobrevalorar el papel central del mundo empresarial en la construcción de mejores sociedades. En esta tarea de alinear las estrategias empresariales con la consecución de un orden social más justo deviene fundamental revertir la creciente financiarización de la economía y la obsesión por la maximización del beneficio a corto plazo y del valor para sus propietarios (shareholders).

En su lugar, las organizaciones empresariales deberían atender a las expectativas de quienes resultan afectados por su actividad (stakeholders, en la acepción más amplia ofrecida por Edward Freeman).

Un alegato que no obedece exclusivamente a consideraciones de justicia social, sino, además, de prudencia en el sentido aristotélico del término, pues, tal y como sugiere la evidencia analizada por la profesora de derecho corporativo y empresarial Lynn Stout en su libro The shareholder value myth: How putting shareholders first harms investors corporations, and the public, este tipo de estrategias rinde mejores resultados a medio y largo plazo para todos, incluidos los accionistas.

La obtención de beneficios no tiene por qué entrar en conflicto con el crecimiento sustentable, el control de riesgos, cuidar los intereses de inversores, empleados, clientes y de la sociedad en su conjunto. 

Pobreza como ausencia de libertad

La economía suele ser considerada como la ciencia que trata de superar la escasez, por lo que no debería extrañar que la pobreza, una de las formas más extremas de escasez, entre en su campo de análisis.

Desafortunadamente, la preferencia por la profesión a reducirlo todo a un valor monetario, además de constituir en numerosas ocasiones una simplificación excesiva, acostumbra a generar cierta confusión a la hora de distinguir entre medios y fines.

Esta advertencia resulta muy pertinente en el tema que nos ocupa, pues, tal y como nos recuerda el filósofo y economista de origen indio Amartya Sen, la pobreza no consiste únicamente en la carencia de los medios básicos para garantizar la supervivencia, sino que también se plasma en la ausencia de libertad, en la incapacidad para tomar las riendas de nuestras vidas.

Una idea de larga tradición, y que ya defendía Aristóteles al afirmar que a la hora de valorar si un acto político es bueno o malo debemos contemplarlo en función de su impacto sobre la capacidad de las personas para llevar una vida próspera.

Empoderar y liberar el terreno de juego

La acción política resulta crucial en la determinación de las capacidades de cada persona para conducir de forma autónoma las riendas de su vida. Ante situaciones de escasez o pobreza absoluta, las políticas de protección de corte asistencialista resultan imperativas.

Pero una vez las necesidades básicas más urgentes están garantizadas, las políticas antipobreza deben orientarse a la promoción de la autonomía personal, a empoderar a las personas.

El entorno social es otro factor determinante en la lucha efectiva contra la pobreza. Lo deseable sería que la ciudadanía se desenvolviese en un terreno de juego nivelado, que garantice, tal y como señaló el historiador inglés Richard Tawney, que todas las personas estén igualmente habilitadas para conseguir lo mejor de las capacidades que poseen.

Partiendo de esta premisa, y siguiendo el trabajo del economista estadounidense John Roemer, en la literatura especializada la desigualdad de resultados (concepto ex post relativo a la distribución de ingresos, renta, capacidad de gasto y riqueza) es entendida con frecuencia como la combinación de la desigualdad de oportunidades (concepto ex ante relativo a las circunstancias, a aspectos que escapan del control de las personas) y el desigual esfuerzo realizado por las personas.

Esfuerzo e igualdad de oportunidades

La igualdad de oportunidades es una idea muy poderosa y, sin duda, debería constituir una de las aspiraciones prioritarias en nuestra sociedad. No obstante, también son habituales las interpretaciones erróneas en torno a su alcance.

Una de las más frecuentes tiene que ver con la hipótesis implícita de que desigualdad de oportunidades y esfuerzo son dimensiones independientes. Desde la psicología hace tiempo que se tiene constancia de lo inadecuado que resulta este supuesto.

Así, por ejemplo, de los estudios realizados en la década de 1970 por Martin Seligman sobre la indefensión aprendida y su relación con la depresión, podemos concluir que en entornos sociales con unas condiciones de partida muy desiguales (alto grado de desigualdad de oportunidades) existe una alta probabilidad de que una proporción elevada de la población termine por arrojar la toalla tras comprobar lo estériles que resultan sus intentos por salir de la pobreza, terminando por desarrollar una actitud pasiva ante este tipo de situaciones.

Más recientemente, las investigaciones realizadas conjuntamente por el psicólogo Eldar Shafir y el economista Sendhil Mullainathan, sintetizadas en el libro Escasez, ¿Por qué tener poco significa tanto?, sugieren que existe una psicología especial asociada a la escasez, la privación y la pobreza, que emerge en cualquier persona cuando no tiene lo suficiente de algo que necesita, y que se traduce en deficiencias cognitivas que nos arrastran a tomar decisiones inadecuadas y, en ocasiones, a un estado de parálisis. Una situación que algunos podrían interpretar como desinterés, pasividad, o falta de esfuerzo.

Desigualdad de resultados y de oportunidades

El gran atractivo que encierra la idea de la igualdad de oportunidades también ha empujado a algunos a despreciar la relevancia analítica de la desigualdad de resultados.

Parecen olvidar que los resultados ex post de hoy configuran las condiciones ex ante de mañana, que la desigualdad de resultado en la generación actuales la fuente de la (des)ventaja recibida por la próxima generación. Quienes conceden exclusivamente atención a la igualdad de oportunidades acostumbran a interpretar la problemática de la desigualdad y la pobreza en términos similares a la fábula de Esopo, La cigarra y la hormiga.

Individualismo metodológico aparte, este planteamiento adolece de no diferenciar, tal y como advirtió el economista británico Anthony B. Atkinson, entre igualdad de oportunidades no competitiva (todas las personas tienen igual posibilidad de satisfacer sus proyectos de vida, al estilo de la fábula esópica) y competitiva (todos tenemos las mismas posibilidades de participar en una competición con recompensas desiguales, con premios diferentes ex post).

La realidad se asemeja más a este último caso, con el añadido de la existencia de una gran desigualdad en la distribución de recompensas, fruto de nuestros arreglos económicos y sociales, que no son ajenos a la jerarquía de poder existente.

Desigualdad, crecimiento y bienestar

La reducción de las desigualdades no solo permite luchar contra la pobreza, sino que, además, constituye una medida eficaz en la promoción del crecimiento. A aquellos a los que únicamente preocupa la eficiencia y el crecimiento económico, conviene recordarles que cada vez disponemos de más evidencia que sugiere (i) que la “hipótesis del goteo” es una quimera, (ii) que elevadas dosis de desigualdad no solo terminan por desvanecer cualquier atisbo de conexión entre crecimiento y reducción de la pobreza, sino que, además, son perjudiciales para el logro de mayores y más estables tasas de crecimiento; y (iii) que las actuaciones redistributivas no tienen por qué afectar negativamente al crecimiento económico, pudiendo incluso estimularlo.

Por si la relación anterior resultase insuficiente, la línea de investigación liderada por los epidemiólogos británicos Richard Wilkinson y Kate Pickett sugiere la existencia de un potencial ahorro de recursos públicos y aumento de efectividad en el tratamiento de diversos problemas sociales y de salud si atacamos directamente el problema de la desigualdad. En su libro

Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva, muestran que las diferencias observadas en la incidencia relativa de problemas sociales y de salud de una sociedad desarrollada a otra no tienen tanto que ver con las brechas entre sus respectivos niveles medios de renta por habitante, sino más bien con las desigualdades distributivas en el seno de cada una de ellas.

Más importante aún, encuentran evidencia que apunta “que la distribución de la renta es
una herramienta que pueden usar los políticos para mejorar el bienestar psicosocial de poblaciones enteras”, y no solo de los estratos más desfavorecidos. Todos salimos beneficiados.

La pobreza es evitable… con voluntad política

Parafraseando a Joseph E. Stiglitz, la dimensión de la pobreza y el grado de desigualdad que enfrentan nuestras sociedades no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía. Es cuestión de políticas y estrategias.

La lucha efectiva contra estos problemas pasa, en primer lugar, por recuperar la esencia de la política como instrumento para mejorar el bienestar del conjunto de la sociedad, de todos los ciudadanos.

Adicionalmente, ganarle la batalla a la pobreza y lograr reducciones significativas en los estándares de desigualdad reclama interiorizar los numerosos avances aportados por los investigadores sociales a nuestro conocimiento en el transcurso de las últimas décadas, y diseñar estrategias de actuación integrales.

Es imperativo descartar la idea de que desigualdad y pobreza son asuntos de competencia exclusiva de la Consejería de Asuntos Sociales o del Comisionado de Inclusión Social y Lucha
contra la Pobreza del Gobierno de Canarias. Se trata de problemas transversales que requieren de enfoques sistémicos e integrales. En esta tierra canaria, plagada de negacionistas, estos planes debieran ir acompañados de mucha pedagogía y campañas de sensibilización.

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